Aconteceres comunes
I.
No corre el aire. El comienzo son unas cuantas ventanas abiertas de par en
par, sucesivas y en una perspectiva aritmética de vanos que fugan hacia el
infinito. Pero no corre el aire ni hay sfumato que valga.
Putochinomaricón. Futuros valores y Predación. Los Serafines. La
Quinta Angustia. El organillero. Las voces alemanas barítono y tenor hacia
otro invierno más. Aquel lied que encuentra al músico solitario en un
final alternativo de Blanc de los Trois Couleurs en el Instagram
de un Gregorio Samsa; y en el tocadiscos de una escena de un psiquiátrico
de Bergman; y en la habitación azul de Ian Bostridge, de espaldas contra la
pared. De vuelta a esto en medio de este invierno, no de aquellos que son este
también; de vuelta a esto después de eso que dejó Filomena en Madrid, eso que
todos fotografiaron con pulsión y mente en vender en redes; después del asalto
del de los cuernos y sus amigos y los amigos de sus amigos; y de vuelta justo
el día en que explotó un edificio en la calle Toledo mientras mi fisioterapeuta
me trataba el maldito subescapular. De vuelta, tantas lecturas de violaciones
de mujeres para aprobar un examen de mitología clásica. Me gusta Hera, de ella
viene el nombre de Heracles, pero quién coño escribió sobre ella, quién nos la
ha descrito. Quién decidió que Heracles matara a su mujer y a sus hijos antes
de ser héroe e hijo de dioses.
De vuelta, he leído entre medias de este invierno varias veces la palabra
uncir.
Uncir, uncir, uncir, uncir.
Y he escuchado varias veces intervalos de las ocho horas de Sleep.
Sleep, sleep, sleep, sleep.
“No hay banda, no hay música”.
Silencio.
La nueva esperanza es aquel hombre de cabello cano del Capitolio en medio
de toda una arquitectura efímera que mañana saldrá por los aires en la
prosecución del ataque imperial.
¿Silencio?
Look.
De vuelta de todo esto, aquí de nuevo, por un momento, menos mal que se nos
apreció La luz de María José Llergo para cuestionar las matemáticas del
cuento de los lunares de mi cuerpo.
Look.
II.
Dos disparos de dos
pistolas me matan en tu sueño.
Anoche allanaste el camino, pronto me hallas muerto.
Líbraste de mis pecados al comenzar el año nuevo.
El frío y el
sol de mediodía descubren piel seca,
surcos
de invierno
Doble espacio en blanco para afrontar una vieja estructura,
pensar decidir si cortar el pelo es siempre del cambio anhelo,
o si la primera voz o la tercera salvan o encierran a la segunda,
o si despertar o dormir el ayuno con el ulular del búho.
Me pasé de pensarlo
no me atrevo a publicarlo
desencanto
sin puntuaciones ni medidas saltando métrica y rima como antes desciendo al
lugar primero desde el que la voz aguarda el hilo lana despellejada de algún
cuerpo del rebaño rambla sin luz en sombra azul siembra final de paseo de una
vuelta sin principio juntos tú y yo hija y padre desde cuánto antes de hablar
tú por primera vez desde cuánto antes de contar tú un sueño al despertar desde cuánto
antes de arder yo en tu hoguera cuánto antes de escribir yo los incendios
cuánto antes de no saber y querer aprender el lenguaje que dice
te
quiero.
III.
Ha llovido al fin esta noche.
Y esta mañana, entre los cipreses,
huele fuerte a orín de roedores y a muerte.
La guerra es lejana la guerra es cercana.
Cómo todo ha
podido cambiar tanto sin cambiar nada.
Un libro de paisajes en la biblioteca, bajo techo,
una maleta cerca de una mano muerta en el suelo.
Buscar una casa más grande porque no tenemos sitio,
dejar la casa en tu casa porque todo ha ardido.
Las madres se van y sus madres se quedan.
Hace setenta años lo escribía Ángela Figuera:
“Madres del mundo, tristes paridoras,
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